Ich bin ein Neanderthaler, in: Lettre International 109, 2015
Sabiduría regalada.[1]
“En su origen, la ciudad de Roma fue gobernada por reyes; la libertad y el Consulado fueron establecidos por Lucio Bruto. Sólo ocasionalmente se recurría a la dictadura”[2] escribió Tácito al principio de sus conocidos Anales, cuando ya el cesarismo regía sobre Roma, aunque aparentemente se conservaran todas las instituciones republicanas.
La República se había mantenido durante quinientos años. Anteriormente, Roma había sido gobernada por reyes etruscos. Los romanos aún no estaban maduros para la libertad, había escrito Livio.[3] Sin embargo, en el momento en el que se hacen dignos de ella, sienten la autocracia de un rey como una violación. Su último rey, Tarquino el Soberbio, todavía consigue gobernarse a sí mismo, pero no su hijo, que abusa de la hermosa y virtuosa Lucrecia. Al no poder vivir con la deshonra, Lucrecia se clava un cuchillo en el corazón. Lucio Junio Bruto extrae el puñal sangrante del maltratado cuerpo de Roma, lo levanta y jura expulsar a la infame estirpe de los Traquinos, y no volver a permitir que ésta o cualquier otra vuelva a reinar sobre Roma. Todos están asombrados, ya que Lucio Junio era considerado lerdo y tonto, es decir bruto. Por esta razón había recibido ese sobrenombre. Sin embargo Livio escribió que Brutus sólo había fingido, y que estaba esperando que llegara su oportunidad.[4]
Al último rey de Roma le fue concedido el sobrenombre de “Soberbio” por la antigua virtud romana, que en la superbia (soberbia, arrogancia, orgullo) veia el vicio de todos los reyes, tiranos y césares. Asi encontró Tácito también rasgos de superbia en el primer emperador Tiberio, cuyos años de gobierno había narrado. Durante el cristianismo, la superbia fue considerada como el peor de todos los vicios, al ser desviación de Dios, negación de su poder real, y presunción.
Aulo Gelio, autor de la Roma tardía, escribió que una anciana acudió a Tarquino el Soberbio.[5] Nadie la conoce. Lleva consigo nueve libros que quiere vender, libros, afirma la anciana, que contienen el oráculo divino. Tarquino pregunta por el precio. La anciana le pone uno desorbitado. El rey sonrie. La anciana no está en su juicio. Entonces la anciana coloca frente a él un pequeño hogar, lo enciende y arroja en él tres de los libros. Le pregunta luego al rey si desea obtener los seis restantes por el mismo precio desorbitado. Tarquino rie. La anciana está loca. De nuevo arroja tres libros al fuego y pregunta al rey, si desea adquirir los libros que quedan por el mismo precio desmesurado. Entonces Tarquino se pone serio. La seguridad de la anciana le desconcierta, y hace que le paguen los últimos tres libros por el precio total de los nueve. La anciana desapareció para siempre. Los tres libros sin embargo fueron colocados con el nombre de sibiliticos en el centro más sagrado del templo de Júpiter, construido por Tarquino, donde podían ser extraidos por los sacerdotes para buscar consejo sobre cuestiones relacionadas con el bien público.
Sin duda la anciana era un sibila, una de las doncellas profetisas de tiempos remotos, que en el estado de locura divina eran capaces de augurar.[6] Conocidas son las sibilas de Eritras y de Cumas en Campania. Virgilio escribió que la sibila de Cumas acompaña a Eneas, el fugitivo troyano y futuro fundador Roma, en su viaje a los infiernos, augurándole algunos infortunios que él debe que superar, obscuris vera involvens, es decir “envolviendo las cosas verdaderas con las oscuras”[7], según escribió Virgilio. Pero las sibilas también podían andar errantes, apremiadas por un desasosiego maníaco.
“La sibila, en cambio, con boca delirante profiriendo palabras sin risas y sin adornos y sin perfumes, traspasa con su voz miles de años gracias al dios”[8] escribió Heráclito.
Sin embargo al rey Tarquino no le profetiza nada en un estado de delirio o de agitación. La locura se revela en el precio desorbitado de los libros ofrecidos. Tarquino reconoce al instante la demencia de la anciana, pero sólo a la tercera vez se da cuenta de la singularidad de ese desvarío. El que al final sea capaz de descubrir el carácter superior de esa manía le presenta como soberbio en un sentido nuevo. Soberbio no significa únicamente orgulloso y arrogante sino además sobresaliente y soberano.
A lo largo de milenios, la voz de la sibila anónima también prevalece por su modo de obrar. Gelio capta un instante mágico y simbólico como a cámara lenta. Ya que es poco verosímil que un soberano contemple inactivo como una anciana coloca con toda tranquilidad un hogar frente a él, lo encienda y arroje libros al fuego.
La sibila no quema los libros para que escasee la mercancía e imponga de este modo el precio que pide. No regatea ni deja que regateen con ella. Con toda serenidad hubiera quemado sobre el hogar del asombro los últimos tres libros y se hubiera marchado en silencio. No quiere ganar nada con el negocio. No es un negocio, es un regalo. El precio exorbitante lo exige para llamar la atención sobre su enorme valor. En el ofuscado lenguaje del comercio, de la economía monetaria, tiene que dejar claro lo que, frente a todo negocio, es un regalo. Asi se dice que, antes que cualquier cosa, se nos ha obsequiado la vida. Todo inicio está establecido o dado, y dado con él también la inteligencia, es decir el don de saber. El costoso regalo de la sibila es la profecía, la sabiduría, el saber, lo verdadero envuelto en lo oscuro. La voz penetrada de presagio divino mana por su boca.
El último rey sabe aún de la prioridad y la superioridad que son los dones frente a los negocios y acepta el costoso regalo. También Bruto, el primer republicano, percibe todavía esta superioridad. Un mal presagio sucede con Tarquino, al enviar a dos de sus hijos al oráculo de la Pitia en Delphos, que es el más conocido. Se llevan con ellos a uno de sus primos, a Brutus, el tonto. Ya que están frente a la profetisa, aprovechan para preguntarle también, sobre quién de ellos caerá el próximo gobierno de Roma. La Pitia contesta que sobre el primero de ellos que bese a la madre. Bruto el torpe, cae y besa la tierra, la madre de todos los mortales.[9]
La sibila no se jacta de su don, pero reclama reconocimiento. La sabiduría que regala es inmensa: inconmensurable. No se encuentra en mayor cuantía en nueve libros que en tres. Existe en la misma mayor o menor cantidad en nueve libros que en tres o en ninguno. Una profecía habría sido también el que hubiera quemado todos los libros y luego se hubiera marchado. Porque el oráculo es algo gratuito. Ayuda sin ayudar. No es capaz de ayudar, si Bruto no tiene sentido para lo excelente.
Cien años más tarde en Atenas- también en este lugar, casi al mismo tiempo que en Roma, los tiranos habían sido expulsados y se había establecido una democracia – Sócrates, “el sabio idiota de Grecia” (Hamann), regala su saber. Se puede obtener gratuitamente y sin embargo también tiene un precio. Su sabiduría ya no aparece envuelta en una “manía” divina – los hombres se consideran entre tanto ilustrados – sino en la locura, la irónica presunción, de querer refutar el oráculo de Delfos, como un amigo de Sócrates había afirmado, que nadie había más sabio que el filósofo.[10] Los fracasados intentos de refutación únicamente confirmaban la profecía divina. Cualquier otro saber que no sea el socrático – excepto el divino – resulta ser un saber pretendido y pretencioso.
La generosidad socrática contrasta fuertemente con el afán lucrativo de los sofistas. Estos venden lo que llaman saber, la ilusión de una capacidad de aprendizaje y la disponibilidad del conocimiento. Para ellos el conocimiento no es un don sino una técnica, aunque no obstante sea necesario poseer talento. No deambulan ya como las sibilas apremiadas por un saber divino, sino que van de mercado en mercado. Sócrates les reprocha el intentar rehuir las consecuencias de su engaño. El saber sofista elude las propias consecuencias, aquellas en las que fracasa. Sócrates permanece en Atenas y paga la filosofía con su vida. Llama filosofía a esa forma de sabiduría que le ha sido dada y que corresponde a un tiempo ilustrado, el estar buscándola incansablemente, el permanecer activo con la vacilación irónica a la que somete los conceptos. Pero también de los otros que buscan con él exige un esfuerzo inmenso: el de vivir a la altura de su propio saber. A Alcibíades dijo: “en adelante, pues, tomaremos juntos una decisión y haremos sobre esto y sobre lo demás lo que nos parezca mejor a los dos.[11]
Sócrates no escribió sino que conversó. Nada debía impedir ni detener su búsqueda. Xenofonte y Platón escribieron conversaciones que mantuvieron con él. Ambos relatan acerca de un banquete. En Platón leemos, que el jóven Alcibíades irrumpe en el que hasta entonces había sido un festín sobrio, iniciando un discurso panegírico en honor a Sócrates. En él afirma que desea seducir a Sócrates después de haberse dado cuenta de que este sátiro estaba enamorado de todos los jóvenes. Fue en vano. Sócrates “se burló de mi belleza y me injurió - y eso que yo creí de ella que valía algo-oh jueces, pues jueces sois de la soberbia de Sócrates. [12] Una vez más aparece la superbia (huperephania), la supremacía de la sabiduría que se regala pero que no permite que se trafique con ella ni que se disponga de ella, al ser una supremacía intangible.
Anteriormente había contado Sócrates cómo Diótima, también una extranjera desconocida, le había introducido en la filosofía, en el amor a lo bello, que nos levanta por encima de la belleza corporal hasta llegar a la espiritual y alcanzar finalmente la belleza misma, que no es otra cosa que lo bueno y lo verdadero. El amor es entonces el deseo de aquello que no se posee. No puede ser por lo tanto una condición divina, dice Sócrates, porque lo que es divino posee todo, es perfecto, carece de necesidades. En otra conversación sin embargo considera al amor enteramente divino y lo incluye, como al arte de la adivinación, dentro de la locura divina[13]. La contradicción consigo mismo no merma su sabiduría. Esta no se encuentra en las afirmaciones sino en la conversación misma. Mas en este caso incluso las contradicciones son certeras.
¿Porqué se regala el amor, si en su forma más elevada se presenta sin deseo? ¿Porqué se convierte la sabiduría en profecía, en comunicación, si es autosuficiente, si posee todo lo que necesita? ¿Porqué busca mensajeros, sibilas, criaturas sátiras como mediadores? ¿Qué lleva a Sócrates y a la sibila al hecho de regalar su sabiduría? Filantropía, contesta el sabio idiota. “Yo temo que, a causa de mi interés por los hombres, dé a los atenienses la impresión de que lo que tengo se lo digo a todos los hombres, con profusión, no sólo sin remuneración, sino incluso pagando yo si alguien quisiera oirme gustosamente.”[14] En la generosidad del obsequio se unen la autosuficiencia y el deseo de comunicar. La ironía burlesca de Sócrates y la lacónica desaparición de la sibila silencian y ocultan por igual, que en el momento de la ofrenda se quiebra la superioridad. Dice Platón que el amor y la amistad, pero también el saber, se basan en la participación, en dejar participar y en comunicar. Si el que es capaz de pensar no consigue superarse a sí mismo en el acto de comunicarse, renunciando a su superioridad, esa superioridad se manifiesta como arrogancia.
Asi lo soberbio tiene una tendencia hacia lo bárbaro, hacia lo estúpido, presentándose gustoso con aires irónicos. Decia Baudelaire que la nobleza tiene incluso el privilegio del mal gusto. Impulso filantrópico de comunicarse, ilustración: obscuris vera evolvens, el aprender a leer y a escribir constituyen una profanación de lo divino. Del templo los libros se trasladan a la biblioteca. “Theke” significa “caja”, “arca”, “recipiente”, “ataúd”. La biblioteca es una caja de libros, un contenedor para numerosos libros, demasiados para poder leerlos todos. Están ordenados y dispuestos conforme a su tamaño, fecha de adquisición o disciplina, nunca según su significado. En la época de Bruto es difícil reconocer lo soberbio, lo magnífico. Se carece de un sentido cierto que sirva como medida de lo inconmensurable. Por este motivo se promulga en ocasiones aquello que es de primera clase. O sea, como Gelio escribió, para los que pagaban más impuestos. Introdujo la idea de lo clásico.[15] Presupone el dictado de un canon, de una norma, que designa lo que es de primera y de segunda clase. Bajo ese dictado se busca el modo de liberarse de la supuesta arbitrariedad del canon. Después de la liberación se vuelve a anhelar una medida, para poder encontrar el oráculo entre el gran número de libros.
La sabiduría, el saber válido, está oculto en el saber mismo, un saber que envejece, que justa o injustamente se olvida o que quizás alguna vez, en otras circunstancias imprevisibles, vuelve a ser descubierto. El saber que permanece, deambula como las sibilas a través del gran número de libros o quizás también pasa a su lado ignorándolos. Cada generación, cada individuo cree haber encontrado aqui o allá una huella de la sabiduría. Se oculta en la educación, en la literatura y en la ciencia, pero no depende de ellas. En un sentido estricto deambula por todas partes. La biblioteca es uno de sus asilos.
Carlos Monsiváis dijo hace poco en este lugar: “Según Goethe la lengua versifica en francés o en inglés. Desde hace tiempo esta afirmación es también válida para la lengua española.”[16] Hamann, escritor del barroco tardío, fue aún más lejos. “La poesía” escribió, “es la lengua materna del género humano; como la jardineria es más antigua que la agricultura: como la pintura que la escritura: como el canto que la declamación: como la metáfora que la demostración: como el intercambio que el mercado. Un profundo sueño fue la tranquilidad de nuestros antepasados, y su movimiento un baile tambaleante. Siete dias estuvieron sentados en el silencio de la reflexión y del asombro,;--y abrieron sus bocas a frases aladas--. Los sentidos y las pasiones no hablan ni entienden otra cosa que imágenes. En las imagenes consiste todo el tesoro del conocimiento y la felicidad humana.”[17]
Metáfora es el encuentro de Tarquino con la sibila, una imagen como una palabra alada: poesía, levedad. Lo que es pesado, tosco, torpe, se convierte en ligero, elegante, gracioso, refrescante para el corazón, resplandeciente, intenso para el sentimiento y para el gusto. Libros importantes se enardecen en una lectura al leerlos con entusiasmo, y las cenizas vuelan.
Sapientia, es decir sabiduría, proviene del verbo “sapio”, del que surgieron los conceptos “savoir” y “saber”, pero que en el origen significó gusto, saborear, catar: Sabor para lo exquisito, no aquél relacionado con el estilo o savoir faire sino para lo que es magnífico, libre de cualquier convención, y que se esconde en el arte y en la ciencia, pero también en la vida cotidiana y en todas partes: esa sabiduría que - no se sabe bien cómo aunque sí desearía saberse – convierte lo grave en liviano. Participamos en el banquete de los sabios – Plutarco nos habla de ello –, nos sentamos a su mesa pero sin embargo no podemos saborear sus manjares, no podemos seguir sus conversaciones ni percibir sus silencios. Porque nos inclinamos sobre libros, estamos entretenidos todavía deletreando y descifrando, leyendo.
Leer significa adquirir conocimientos con numerosas lecturas y seleccionarlas. Elección y selección. Ambos elementos constituyen una buena bibilioteca. No todo puede coleccionarse pero en esa limitación tiene que encontrarse de todo. La biblioteca se hace sobre focos de interés, hogares que avivan ese interés y esa atención. Quizás al principio estos hogares se colocan arbitrariamente, pero a medida que se va leyendo empiezan a divagar. Una y otra vez intentan juntarse, pero sólo en algunos momentos consiguen reunirse en un mismo foco. Entonces es cuando uno de estos núcleos de interés se segrega, para ganar precisión y volumen en la pluralidad. La colección no es un estado permanente sino que corresponde a un incansable esfuerzo contra la dejadez, contra la confusión y la dispersión. Alcanza el éxito por momentos para luego desmoronarse rápidamente. La caja de libros, incluso estando organizada, es un desorden de volúmenes. El orden, el silencio, la colección lo consigue únicamente aquella forma de lectura, que va mucho más allá del simple acto de leer libros, más allá del acto de deletrear, para constituir una actividad de la atención, que en torno a hogueras inestables, amontona un inmenso material para la memoria, que siempre vuelve a arder en esas mismas hogueras.
Junto a la actividad de leer para acumular conocimientos está también la selección, la formación del gusto, la afinación del juicio. ¿Cómo se podría conseguir este objetivo, si en lo más hondo no estuviera constituido el concepto de soberbio como la conciencia de lo que falta, como el anhelo de que lo que es pesado y lento, vuele y se alce? Las historias antiguas trasladan el objetivo del deseo a un pasado que no puede recuperarse. Bruto expulsa a Tarquino el Soberbio. Pero antes Tarquino pudo todavía depositar libros sabios en el templo. La sabiduría que es superior prevalece, frente a ella la arrogancia da lugar a un conocimiento que hace burda cualquier finura y sutileza. Leer significa reconocer ambos extremos y que uno prevalezca sobre la otro. El saber permanece, es siempre sólo indirecto cuando se presenta como depreciado y tosco. Sin embargo, a largo plazo, basta el sabor de esa sutileza que aún no se posee, contra la arrogancia de esa dejada y tosca chabacanería.
Ha finalizado ya la época en la que el mundo parecía un libro, ha concluido el periodo esplendoroso del libro. En la lucha con los otros medios, busca encontrar de nuevo una posición y mantenerla, en la que sea superior a ellos, el viejo y casi humano objeto constituido por muchas hojas de papel y que puede sostenerse sobre su propio lomo. El mundo ya no es un libro abierto, más bien un mar abierto en el que navegar. Al encontrarse con lo que constitutye lo inmenso, lo prodigioso, con la ballena blanca, se hunde el barco. Del torbellino de su naufragio se arremolina hacia la superficie un sarcófago que había construido el noble Queequeg, el hijo del jefe indígena y primer arponero de ballenas. Este sarcófago salva la vida al único superviviente, que es el que nos relata la historia. La biblioteca, un contenedor de letras muertas, también salva vidas: una vez más se trata de vida regalada. En su epílogo escribió Melville: “Con el ataúd como boya, floté todo un día y una noche sobre un océano tranquilo y como sepulcral. Los tiburones, respetuosos, pasaron deslizándose junto a mí como si tuviesen un candado en la boca”.[18] Horas de reflexión y de asombro.
Traducción Elena Lledó
[1] Discurso de inauguración del nuevo edificio de la biblioteca de la escuela de bellas artes de Braunschweig. Este edificio corresponde al pabellón mejicano de la Expo, realizado por Ricardo Legorreta, que fue transportado y reconstruido en Braunschweig (3 de Julio del 2002).
[2] Anales I, 1.
[3] Historia romana (Ab urbe condita) II,1.
[4] I, 57-60; Maquiavelo, Discorsi III, 2 y 3.
[5] Noches áticas I,19.
[6] Oráculos sibilinos, traducido y editado por Jörg-Dieter Gauger, Düsseldorf/Zürich 2002.
[7] Eneida VI, 100.
[8] Diels /Kranz, Fragmentos presocráticos B92, traducción de R. Mundolfo.
[9] Livio I, 56,4.
[10] Platón, Apología 20 d. y sigs.
[11] Platón, Simposio 219 a y b (traducción de L. Gil).
[12] 219 c.
[13] Platón, Fedro 244 a u. 249 d.
[14] Platón, Eutifrón 3 d. (traducción J. Calonge).
[15] Noches áticas XIX, 8.
[16] Conferencia del 5 de Junio del 2002 „Del barroco en América Latina y las dificultades de su retorno“ (manuscrito inédito)
[17] Aesthetica in nuce. Eine Rhapsodie in Kabbalistischer Prose, in: Johann Georg Hamann, Sämtliche Werke Bd. 2, Wien 1950, S. 197.
[18] Herman Melville, Moby Dick oder Der Wal, traducción alemana de Richard Mummendey, Munich, 1964, p. 683.
Drei Gäns im Haberstroh
Saßen da und waren froh,
Dann kam ein Bauer gegangen,
Mit einer langen Stangen,
Ruft: Wer do? Wer do?
Drei Gäns im Haberstroh
Saßen da und waren froh!
(aus: Des Knaben Wunderhorn)
Trois oies sur la litière
Reposaient pas peu fières,
Lors vint un paysan
Avec un long bâton,
Crie : qui est là ? qui est là ?
Trois oies sur la litière
Reposaient pas peu fières !
(extrait de : Le Cor enchanté de l’enfant)
Trois oies, pas deux. Pas un tête-à-tête amoureux, une petite société en train de palabrer, benaise dans la paille. Bonheur modeste, tranquillité, chaleur, une odeur d’avoine. Que vouloir de plus ?
Les trois oies sont assises face à face et oublient un instant ce qui arrive autour d’elles. Pas de danger immédiat. Les oies ont vigilantes. Or, il arrive pourtant quelque chose, presque rien. Quelqu’un vient en criant. Le « Lors » de la troisième ligne va à vrai dire de soi, il est donc de trop : « vint un paysan ».
Un paysan passe. Pourquoi un paysan et non le paysan qui garde et soigne les oies, les nourrit et un jour les tuera et les plumera comme il faut ? Le paysan avait reconnu à leurs bruits et leurs cris que ses oies sont benaise. Et si elles avaient cacardé nerveusement, il serait venu avec un gourdin ou un fusil pour chasser l’hôte indésirable, et pas avec une gaule, longue et immaniable.
Le paysan est sédentaire, comme ses oies. Il est assis sur son patrimoine et le défend contre les intrus. Comme gardiens, il a un chien et des oies. Le paysan et son bétail se sont habitués à la maison. Lui-même est devenu une bête domestique. Alors il est là, possède maison, ferme et champs et il doit tout faire surveiller. Avec le patrimoine lui est venue la peur des voleurs.
Le paysan élève des oies et il a un fusil dans son armoire. C’est un animal paisible. Mais si un voleur vient, il se fait gendarme. Le voleur, lui aussi, a une arme, lui aussi est gendarme[1]. Lui aussi fait partie de ces gens qui possèdent une arme. Les hommes sont une espèce armée. Les animaux, eux, renoncent au poing et à l’arme.
Le paysan a depuis longtemps oublié qu’il était lui-même un voleur et a pris aux animaux et aux plantes la terre qu’il cultive aujourd’hui avec eux. Aux animaux sauvages il a pris leur liberté quand il les a habitués à sa maison. Les plantes sauvages ont dû se soumettre à sa discipline.
Cela c’est le paysan. Un paysan, au contraire, est quelqu’un qui ne fait que passer, et avec une gaule d’un longueur étrange — que veut-il faire avec, cultiver le houblon ? — apparition ridicule, rustaud, figure de cirque.
Il n’approche pas suffisamment de la réalité avec sa longue gaule. Il entend des bruits, la paille froissée, le oies cacarder, et pense à tort à un danger, c’est un sot, un homme. Avec sa longue gaule il fouille dans l’incertain. Par elle il tient le monde à distance. Par-dessus cette distance il ne peut que crier. Il y a quelqu’un ? Qui est là ? Les oies se regardent vite. Mais qui est-ce ?
Ici la société des oies, leur conversation paisible et gaie, leur attention dans un va et vient de sons, bruits et signes, là l’homme singulier, isolé, solitaire avec sa longue gaule. Bien-être animal et mal-être humain producteur d’instruments, confiance et méfiance, certitude dans la proximité et incertitude du lointain, bavarder et crier.
Deux voyelles dominent la comptine[2] : A et O. Dans les deux premiers et les deux derniers vers le O ferme à la fin le A ouvert (« Haberstroh » et « waren froh »). Dans les vers intermédiaires ce phénomène est distendu, deux vers avec presque seulement des sons A : « Dann kam ein Bauer gegangen, / Mit einer langen Stangen », puis deux fois un O fort. Les mots en A, plurisyllabiques, sont suivis du double « Wer do ? Wer do ? » monosyllabique. Cet A et O résume tout ce dont il s’agit : joie de vivre, paix, jouissance, convivialité, bonheur et surprise, stupéfaction, menace, danger, peur qui est heureusement aussitôt couverte par un nouveau bien-être. La peur reste, car tout dérangement, tout événement ne peut pas être aussi anodin que celui-ci.
Quelqu’un passe et entend quelque chose : cacardement des oies ? Les oies cacardent-elles parce qu’il y a là encore quelque chose d’autre, quelqu’un d’autre ? Qui est là ? Un cultivateur, villageois, vilain fouille dans l’incertain, cherche certitude sur ce qu’il y a en croyant que tout se passe comme chez les hommes. D’une cause il fait un coupable. D’un « Qu’est-ce qu’il y a ? » il fait un « Qui est là ? ». Attend-il sérieusement d’être compris ou d’obtenir une réponse qu’il comprend ? Les trois oies sont déconcertées et se taisent.
Fouiller dans l’incertain demande de la patience. Mais l’homme n’en a pas quand cela devient critique. Aussi la question qui-là se révélera vite être la brutale injonction à décliner son identité. Le policier, un gendarme fouille dans les passeports. Qui sait, ils pourraient être faux, le bavardage être une conspiration ! Les apparences sont trompeuses. Un attentat possible ! L’homme, si seulement il comprenait cela, aimerait alors mieux rejoindre les oies. Au lieu de cela, il crie « Qui est là ? » et n’obtient pas de réponse claire, rien que des bruits qu’ils ne comprend pas ou simplement le silence. Il doit deviner et tourner en rond. Cela l’irrite et l’inquiète encore plus.
Qui est là ? Qui est là ? Le rustaud crie, et personne ne répond, rien ne se passe. Alors il commence à chanter pour lui : « Dix oies sur la litière mangeait là pas peu fières » (une vieille version de la comptine). La gaule tient le monde éloigné du corps. Elle lui procure l’espace de l’imagination pour bêtise et absurdité, distance de la réalité. Un gourdin court et solide serait plus pratique qu’une longue gaule qui ballotte. Mais l’imagination grandit tout. La gaule devient plus longue et de moins en moins pratique. Faut-il que le rustaud exagère toujours ? En tenant à distance de la réalité, la gaule qui ballotte le libère des contraintes de raison et de sens. C’est justement pour cela qu’il « vint avec un long bâton ». Cela sonne simplement bien, et le sens, dans quel but et pourquoi ? — un bonheur — reste ouvert. Un refrain libre comme celui-ci compense tous les soucis : art, magnifique, consolateur, inépuisable.
Un esprit puéril passe. Quelques rimes lui sont venues. Lui-même y est en scène avec une longue gaule et des oies bêtasses, qui sont plus gaies et plus raisonnables que lui-même. Le gars a de l’humour.
La rime parle du comique de la longue gaule, de la disproportion entre souci et motif. Innocent cacardement des oies, un bruissement de paille et un homme inquiet de cela qui justement passe, une émotion pour un motif futile. Mais on ne sait jamais au juste ! L’émotion arrache le passé du récit « vint un paysan » pour le présent (« Crie: qui est là ? qui est là ? »). Courte peur, petite interruption du bien-être, un événement qui n’en est pas un, soulagement. La fin est de nouveau le début, un bonheur. Une légère inquiétude pourtant subsiste chez les oies. Ces hommes !
Übersetzung Michel Metayer
[1]. N.d.T. : En français dans le texte.
[2]. N.d.T. : L’analyse qui suit se réfère bien évidemment au texte allemand de la comptine. Une transposition en français s’est avérée impossible.
1. This ›religion of reason‹ from ancient Greece is paradoxical. To this day, all the great philosophers have sought to bring it to a conclusion and, by doing so, have constantly prolonged (renewed?) it.
Philosophy is ›concept-poetry‹ (the expression ›Begriffsdichtung‹ is supposed to have been coined by Friedrich Albert Lange, but I have not found it in in his writings). Philosophy narrates myths of logos, histories of ideas, the unmoved mover, cause and reason, the void and atoms, subject, mind and existence. Philosophy observes and investigates (skepsis und zetesis) the threshold, the edge, the border between the limited and unlimited. This process began with Anaximander and has continued up to the present. Of course, the terms change: natura naturans and natura naturata (Spinoza), determination and indetermination (Schelling), reason and understanding (Kant, Hegel), intoxication and dream (Nietzsche), being and beings (Parmenides, Heidegger), noise and meaning, and so on.
Thales is said to have been the first philosopher. His ›student‹ Anaximander replaced water by the unlimited as the ground of all things. »Everything is either an original principle [arche] or comes from an original principle, and the infinite [apeiron] cannot have an origin, because that would limit [peras] it. Moreover, they take it not to be subject to generation or destruction, on the grounds that it is a kind of principle, because anything generated must have a last part that is generated, and there is also a point at which the destruction of anything ends.«
Those were the words of Aristotle, interpreting this guiding intellectual precursor in his own way. For Anaximander, rather than the apeiron being the absolute infinite, it may have been, in the spirit of Homer and Hesiod, something which, from a particular standpoint, cannot be surveyed or measured within its boundaries as an entirety. Anaximander was, after all, a cartographer.
The beginning and ground of everything, the principle, is immeasurable. One reaches a border, stands on an edge and looks over it to something stretching beyond the horizon. Philosophers seek borders, limitations, definitions, terms. For them, a matter only becomes clear from its limits. Anything without limits, anything seemingly boundless, cannot be grasped. The beginning eludes the concept. The beginning is, if anything, a bizarre story.
The unlimited does not necessarily have to be divine; it could simply be uncanny and threatening. Hence, it needs to be contained. It cannot be allowed to flood the limited, enclosed, and consolidated with formlessness and excessiveness. Perhaps the divine attribute of timelessness is an attempt to banish and conciliate the limitless, to keep it at a distance. However, not too much – since a reflection of the divine is still supposed to fall on the finite. The limited cannot be cut off from its opposite and origin. The unlimited would not be unlimited if it bordered on the limited.
Philosophers want to be circumspect and reasonable, to have their feet firmly on the ground when they look out across the turbulent sea. They enjoy from a safe distance. For them, observing borders can easily become border controls. They do not want to lose their dominance. At the very least, they want to have control over themselves. The unlimited is a threat to them inwardly as well, through the passion, the constant desire for more. Philosophers want to be free. Freedom is only possible within borders, but is also impossible without the unlimited. It is that which gives the individual an inexhaustible richness and multifacetedness, and it is that which makes the limited bearable.
The unlimited could not even be grasped or imagined at all if not within borders. For this reason, Plato describes it in parables, images and mythical stories. After all, if one directly looks into the sun, directly at the Good itself, of which everything – within limits – is a part, everything goes black.
2. Anaximander established philosophy as a border control between peras and apeiron. When did philosophy begin? With Anaximander and the other wise men before Socrates, or with Plato and his Socrates? The philosophy of Plato’s Socrates originates in irony towards divine knowledge, towards wisdom. The love of wisdom, philosophy, is ironic. The Delphic Oracle, a prophecy, a wise saying, announces to one of Socrates’ friends that no one was wiser than Socrates. Socrates cannot believe it (but actually why not?) and by questioning people, he tries to disprove the oracle. And he comes to realise that everyone else really knows less than he does, since they still think they know.
Irony reverses knowing and not knowing, question and answer, means and end. The search for knowledge of the good is the objective, since the exertion of the chase is good for the soul. Since then, arriving, reaching the goal, has become a temporary break, recuperation, a passing encouragement. There, Socrates recounts fantastic stories of the end of his search.
Irony is a fine mockery, a way of taking the difficult lightly. Mockery does not abandon the difficult, but takes it up and holds onto it, yet holds it loosely and not tightly. Mockery does not renounce the connection to its object, but gains a freedom of movement in its games and jokes. Anyone making a mockery of something laughs at what is mocked, yet takes it seriously and does not ridicule it.
Philosophy is the mockery of self-assured knowledge (which no longer looks over the edge into the outsized unknowing) and, for this reason, is later directed against philosophy itself, when it feels all too secure. »To make light of philosophy is to be a true philosopher.« Socrates’ mockery destroyed, in Nietzsche’s words, the tragic wisdom, an entire era bound up with art. When Nietzsche regards »philosophers half mistrustfully and half mockingly«, he does so because of Socrates. With him, resentment begins to rant and rage, this world is devalued in favour of the other world and, hence, life is denied. Christianity is »Platonism for the people« and Plato is the disciple of Socrates. According to Nietzsche, wisdom becomes science. Philosophy devalues illusion and art in favour of truth, without noticing that this truth itself rests on illusion. Philosophers invent a world they can cope with, and where they can continue to live. Their concern is self-preservation, safeguarding the ill and weak, and not an excess of energy, a life simply releasing its power.
The mockery of post-Socratic philosophy led Nietzsche to dream of a philosophy of the future, of real free spirits, great new art and the Übermensch: resolving resentments and curing the weakness of only being able to persuade oneself of strength.
Philosophers wager on strength, and that also applies equally to Nietzsche. According to Pascal, they want to help themselves and others develop their strengths, but misjudge human nature. Philosophers vainly seek certain knowledge and certain states of mind. The dogmatists are followed by the sceptics, again calling everything into doubt that seems to be firmly established. For Pascal, the history of philosophy is a constant to and fro between dogmatism and scepticism. (Kant later tries to end this unsteadiness in his critical philosophy.) Similarly to Nietzsche, Pascal directs his mockery to large targets: Montaigne, the sceptic, and Descartes, the dogmatist and modern Epitectus.
Scepticism discovered the weakness of human reason, and hence the weakness of human nature. Philosophy however does not want to accept this weakness, and yet, by its own scepticism, it is constantly reminded of it. Neither insights nor exercise make the human being stable in itself. The human being remains unstable, a thinking reed. For this reason, humankind does not want to know, but to wager, since even knowledge is a wager on something. The wager, that game of chance, combines the frailty of knowledge with the force of coincidence.
Philosophy is unable to conceive simultaneously of human strength and frailty, greatness and wretchedness, it can only consider one or the other alternately, and hope to overcome this weakness. The only reasonable explanation for this strange behaviour of humankind is offered by the Biblical story of the fall of man. According to Pascal, a human being is like a dethroned king, dejected and haughty, wretched and great at the same time. Christianity is the true philosophy, since it can endure looking at human beings as they really are.
Some drive philosophy forwards by trying to bring it to a conclusion, while others abandon philosophy for a robust science such as psychology, sociology or neurophysiology. The great deriders blast open philosophy from within. Socratic irony split philosophy off from wisdom. Philosophical mockery of philosophy itself attacks its blindness, ›idealism‹, and self-deception. Human beings are oscillating characters, dreamers, visionaries, gamblers (Pascal) and cheats (Nietzsche), and looked at with a mocking eye, philosophy is nothing but inhibited art or religion.
3. In all this, philosophy is growing old and long in the tooth, a philosophia perennis in the preserve of the universities. There, though, it ought at least to make a decent dish out of the leftovers – especially since, in the way philosophy manages them, those kinds of leftovers do not simply disappear, but remain. If you throw them away, you have to pick them out of the rubbish again sooner or later, since nothing works without them.
Philosophy does not start afresh, it continues. Naturally, it wants to move on from the well-worn concepts and ideas from its past which have become false and yet it can do nothing else than take them one step further, continuing them in the attempt to replace them. But continuation must have the freshness of a new start.
The art of making something out of leftovers does not just consist of warming up yesterdays’ meals, but producing leftovers which can still be used today, tomorrow and the day after, a cuisine for every day without it becoming boring, since in the long run it is tasty, varied, nourishing and easily digestible.
The philosophical dishes of leftovers make use of what remains, such as the border controls of peras and apeiron and the great mockery. The latter opens it to art, religion, science and contemporary life. Just like Hegel’s philosophy of history, the philosophical leftovers have to grasp the spirit of the time. In this process, as the administrator of tradition, it notices what is lacking in that spirit as well as in itself. Just as with food: nothing is actually missing except the flavour. Tradition has no flavour, but neither does the zeitgeist. What is lacking is the subtleties, the old spices and fresh herbs, the contrasting and unifying nuances, the connection of the old and the new.
Translated by Andrew Boreham